Gabriel Garcia MarquezLa muerte de los buenos, de los genios, de los insustituibles, tiene la virtud/maldición de ponernos delante, no tanto de nuestra finitud — que esa es bueno tenerla asumida — sino de la conciencia de quiénes fuimos, de quiénes quisimos ser y de quiénes nunca seremos.

La muerte de García Márquez (Gabo le llamaban sus mil millones de amigos) me trae la imagen de principios de los años setenta del XX y a un muchacho lampiño con vaqueros, botas, cazadora ajada (entonces todavía no las llamábamos chupas) y un macuto militar colgado del hombro.

Lo recuerdo en su Sevilla natal, cruzando el puente de Triana, camino de una terraza de la calle Betis donde se sentaría frente a una cerveza que le duraría toda la tarde. Del macuto saldría un libro de buen tamaño, con una portada en la que aparecían soles, estrellas, lunas y calaveras, editado por la Editorial Sudamericana de Buenos Aires y en el que la E de soledad se había puesto delante del espejo.

A lo largo de la tarde irían llegando amigos de pelo medio largo y con la misma pinta de pardillos con los que comentar el descubrimiento. Porque eso fue: un descubrimiento de ida y vuelta. Nuestro descubrimiento de una literatura que nos deslumbró y el descubrimiento de quiénes podríamos o deberíamos ser. Entonces supimos que había que escribir. Contábamos, además, con una ventaja: éramos inmortales, no como esa sociedad gris y podrida que se quería perpetuar a nuestro alrededor. Éramos inmortales y capaces de derribar muros con una pluma bien afilada. Luego supimos que nuestra pluma gastaba el filo y que los muros eran de piedra de cantería bien cimentada, pero esa es otra historia.

Siempre que pienso en Cien años de soledad pienso en su capacidad para prender, entendida a través de esa maravillosa polisemia que contiene entre agarrar y quemar/abrasar. Porque eso es lo que pasó: que el libro nos agarró por fuera y por dentro mientras contemplábamos cómo su calor derretía el hielo que todos descubrimos en Macondo. En aquel mundo, en nuestro mundo, como en aquel amasijo de barro y cañabrava, también había muchas cosas que aún carecían de nombre.

Leopoldo Buiza