El otro día, escuchando a Alfonso Guerra anunciar y argumentar su abandono de la condición de diputado y, aparentemente, de la política activa, no pude por menos de recordar un pasaje pavoroso de una película de terror que vi hace muchos años.

La escena se desarrolla en una brumosa noche y tiene lugar cuando atraca en puerto el barco que conduce a Inglaterra el ataúd del vampiro y la tierra de Transilvania donde debe reposar. En ese momento, miles de ratas saltan desde las bodegas y se esparcen por los muelles abandonando con aparente terror una nave en la que sólo quedan muertos y putrefacción.

Evidentemente, no voy a negarle a Guerra o a cualquier otra persona su derecho a tomar las decisiones personales que estime oportunas en cada momento. Tampoco voy a negar que el paso del tiempo tiene una fuerte trascendencia a la hora de inspirar esas decisiones.

Una buena parte de la vieja guardia huye de una nave que ha contribuido a llenar de putrefacción

Pero el problema se plantea cuando lo que se advierte es una especie de corriente generalizada entre una buena parte de la llamada vieja guardia que se está empezando a esparcir por los muelles mientras huye del barco como si le diera miedo permanecer en una nave que, precisamente ellos, han contribuido a llenar de putrefacción.

Y sorprende el fenómeno por dos razones que es necesario remarcar. Por un lado, el momento. Cuando se avecina el batacazo y los estudios demoscópicos colocan al Partido al borde de la irrelevancia, cuando las prácticas políticas habidas en los últimos treinta y cinco años ponen al aire las vergüenzas y – también es casualidad – cuando está terminando la legislatura, se da uno cuenta de que tiene 74 años, de que lleva medio siglo cotizando, de que es necesario renovar, de que ya lo he sido todo o de que yo ya no quería la última vez, pero no tuve más remedio.

Y, por otro, algo no menos sorprendente como es el hecho de que quienes vayan a abanderar el discurso de los nuevos tiempos sean, precisamente, esas élites o miniélites que, por su afán de control y de perpetuación, han sido en buena medida las causantes de esa descomposición de la que ahora huyen. Eso sí, lo hacen sin un ápice de autocrítica y, en general, poniéndose estupendos en sus intervenciones ante los medios.

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El caso es que, si analizamos con un poco de detenimiento cuáles fueron los polvos que trajeron estos lodos, nos damos cuenta de que, en casi todos estos bondadosos saltimbanquis se repiten los mismos esquemas.

Podemos ver, por ejemplo, que nos encontramos con detentadores de poder que, cada uno en su nivel, desde el gobierno de la nación al pequeño municipio, creaban su propia red clientelar con voto de obediencia. Algunos recordamos los buenos tiempos del guerrismo donde bajo su manto protector anidaban y medraban, por ejemplo en Madrid José Acosta, beneficiario de tarjeta, o en Asturias Fernández Villa, regularizador millonario.

Y, suelen ser, al mismo tiempo, personas con capacidad de acomodación al puesto ya sea orgánico, gubernamental, parlamentario o local, capaces de saltar sin problemas no sólo por innata agilidad sino, sobre todo, por la red que con el tiempo han logrado tejer.

Ahora, una vez que hemos arruinado el proyecto, bueno será que vengan otros a comerse el marrón

Hasta ahora. Porque ahora, una vez que hemos arruinado el proyecto, bueno será que vengan otros a comerse el marrón. Ahora, por fin, nos damos cuenta de que llevamos en esto muchos años sacrificándonos. Ahora por fin, vemos que es el tiempo de que otros cojan el testigo. Ahora, por fin, me voy a casa, que me lo tengo merecido.

Es verdad que hay que renovar, pero la renovación ha de hacerse de modo transparente, sin trampas y cuando toca, no cuando uno nota que va a hacer demasiado frío y piensa que ya no tiene donde abrigarse. Hubiera preferido a Guerra y a otros muchos encarando las próximas elecciones dentro del barco, enfrentando las olas como mascarón de proa o , si vale el símil ciclista, dando el último relevo para quitarle el viento al que, después, tendrá que ponerse al frente. En ese momento, entonces sí, se habrá ganado el descanso y se podrá dejar caer a la cola del pelotón.

En lugar de eso, mucha vieja guardia, como las ratas, ha optado por el sálvese quien pueda no vaya a ser que nos alcance esa mierda que otro se tiene que comer.

Eso sí, cuentan que las ratas, mientras huían despavoridas, miraban hacia atrás para ver qué pasaba con el barco fantasma abandonado y quién se hacía cargo de él. Será porque las ratas son cobardes, pero no son gilipollas.

Juan Santiago