Los asesinos de mujeres son otra manifestación de la intolerancia y el fascismo que crecen en nuestros pueblos y entre nuestras gentes.

asesinos de mujeres

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Yo no sé a ustedes, pero a mí me parece mentira que sólo hayan pasado dos meses desde que cerramos la anterior temporada.

Y digo que me parece mentira porque seguramente nunca se había conocido en este país un verano tan movido desde el punto de vista político.

Tanto es así, que yo echaba de menos aquellos tiempos en los que España se cerraba por vacaciones y a la política le pasaba lo que a aquellas tiendas en las que, cuando pasabas por delante,  veías el escaparate vacío y un cartel que decía “el género se guarda en la cámara por el calor”.

Un verano de infarto

Recordarán que cerramos temporada haciendo mención a las presuntas primarias populares y asegurando que, como en Los Inmortales, sólo podía quedar uno.

Y la verdad es que no es por ponerme estupendo pero en aquello acertamos de pleno: Casado McCleod decapitó a Soraya con la katana y ahora el espíritu de ésta ha abandonado hasta el viejo caserón de San Jerónimo mientras el de Dolores Ramírez de Cospedal vaga por los cielos de Castilla la Mancha.

Los inmortales: sólo puede quedar uno

En todo este poco tiempo ha habido abrazos entre Sánchez e Iglesias, contratos militares cuestionados, lazos amarillos de quita y pon, una ministra dimitida por el síndrome master y un Casado rezando para que la ministra no dimitiera, migrantes de ida y vuelta, Puigdemont a lo suyo, Ribera a lo de él perdiendo doctorados y másteres, tesis hiperanalizadas y hasta el anuncio de una reforma constitucional.

Vamos, un auténtico sinvivir en plena canícula. Lo nunca visto.

Por eso, podríamos abrir este curso con cualquiera de estos frentes y hablar un rato sobre universidades, gobiernos, oposiciones o, simplemente, sobre Cataluña. Sin embargo, yo no quiero hoy hablar de nada de eso porque, desgraciadamente, lo más importante es lo sucedido aquí a nuestro lado, en nuestra propia tierra.

Lo más importante

Lo más importante que nos ha pasado este verano ha sido la constatación de que la brutalidad, el odio y la sinrazón siguen presentes en demasiados presuntos machos que se creen dueños de las vidas de las mujeres que viven a su lado.

Pero lo más duro es darte cuenta de que también aquí, en pequeñas comunidades en las que todos nos conocemos, los maltratadores y asesinos de mujeres conviven con nosotros.

Y no es menos duro comprobar que, después de tantos años de hablar, de opinar o de tratar de convencer, seguimos asistiendo un día sí y otro también al horror de mujeres como Yésica, asesinadas frente a sus hijos por un individuo dispuesto a cobrarse su pieza simplemente porque él es quien decide cuándo y cómo su propiedad debe desaparecer.

Un fracaso social y personal

Es duro porque es la constatación de un fracaso. No sólo de un fracaso como sociedad o como comunidad. Es un fracaso personal de todos y cada uno de nosotros que no hemos sabido crear una auténtica sociedad de mujeres y hombres libres y tolerantes.

Me pasa con esto lo mismo que con el racismo o con el fascismo.

Es esa sensación de que asistimos a la incubación del huevo de la serpiente en nuestros propios parques y jardines y no nos damos cuenta de ello.

Vemos al reptil crecer a través de la membrana del huevo y parece que no queremos creer en su enorme potencial de horror.

Al final, el maltratador y el feminicida no son más que otra manifestación del intolerante, del que niega la libertad del otro, del Salvini de turno, del Trump del muro con México, del resurgir de la extrema derecha en nuestras calles y en nuestros pueblos.

Cada vez que una mujer muere a manos de un hombre que la asesina, cada vez que falta otra, se ve abrirse otra grieta en un huevo que está más cerca de eclosionar.

Porque esos asesinos no sólo arrebatan vidas que merecían ser vividas, sino que, además, nos castran como sociedad de seres libres y nos avergüenzan como demócratas.

Ellos, los asesinos de mujeres, son parte de la cabeza de esa serpiente que no deberíamos dejar nacer.

Juan Santiago