Rajoy en el debate de 2011En el origen de la burbuja financiera que amenaza con asfixiarnos están una serie de prácticas empresariales que, al amparo del monopolio ideológico neoliberal, se extendieron como metástasis en el tejido social y económico, ante la mirada complacida de quienes se aprovechaban de ellas.

Generalmente, esas prácticas que acaban infectando el organismo social, tienen un origen virtuoso que hace más fácil su “venta” ideológica y que, por tanto, facilitan la infestación del patógeno.

En este caso, me estoy refiriendo a la llamada “remuneración por incentivos” que trajo consigo la creación de una auténtica casta de ejecutivos sobrepagados, con licencia para arruinar, auténticos hechiceros y especialistas en pociones mágicas que sólo les infundían poderes a ellos o a sus protegidos.

Cómo decía, en un principio y de modo general, nadie puede objetar la existencia de unos incentivos que busquen premiar e impulsar a quienes, a través del talento o la dedicación, crean auténtica riqueza o nuevas técnicas que favorecen el desarrollo de la sociedad.

El problema se suscita cuando esa remuneración por incentivos tiene dos características básicas: la fijación bastarda del hecho que se incentiva y su autorregulación por parte del colectivo que la percibe.

En efecto, esas remuneraciones extra, esos bonus o esas opciones sobre acciones con las que se premiaba a esos superejecutivos, no venían referenciadas, como podría haber sido lógico, a una mayor productividad de las empresas o a un mayor potencial de creación de riqueza, sino que se solían hacer pivotar sobre conceptos manipulables como el “valor de la acción”. Es decir, que lo que se premiaba no era la gestión de la auténtica actividad empresarial, sino el precio de la empresa en el mercado de valores. El resultado de manipulaciones, artificios contables, uso de información privilegiada y auténticas estafas es bien conocido y se unía a la capacidad del propio colectivo para tomar posición en las empresas y autorregular las condiciones en una auténtica espiral diabólica.

Pero lo que me interesa, sobre todo, es poner de manifiesto cómo esas prácticas se contagian a la actividad política, básicamente en el caso de la derecha neoliberal, en una muestra más de su afinidad con las oligarquías económicas.

El ejemplo más evidente lo tenemos aquí en España, en el Partido Popular, y lo hemos conocido, no a través de un ejercicio de transparencia como se pretende, sino gracias a las revelaciones surgidas en el caso Bárcenas.

Y no me estoy refiriendo a los sobres marrones con billetes de 500 euros de que habla el ex tesorero, que no serían más que una profundización delictiva, sino a todo ese conjunto de sobresueldos (porque esa es la palabra adecuada) con que se remuneraban una parte de los dirigentes.

Si nos fijamos, y aunque no se les llame incentivos, sino compensaciones, esas remuneraciones extraordinarias que se aplicaban esos dirigentes, tienen las mismas características que los bonus de los ejecutivos. Por un lado, son autorreguladas, las creaban ellos mismos y eran ellos quienes establecían su importe y periodicidad sin que se conozcan siquiera los criterios de reparto, tanto en cuantía como en destinatarios.

Y, por otro, lo que hacen es “premiar” no la correcta puesta en práctica de la acción política y sus resultados en mejora de condiciones de vida o de gestión de servicios públicos, sino un auténtico aumento del “valor de la acción” del partido, traducido en aumento de poder y en resultados electorales, de manera que conseguirás acceder a esos sobresueldos si consigues victorias, tanto en el plano electoral como en el plano orgánico.

Y para ello, para ese aumento del valor de la acción, se ponen en marcha los mismos mecanismos: opacidad, información privilegiada, influencia, artificios contables o manipulación de la opinión pública con la única finalidad del triunfo (sostengo que el vídeo del debate electoral entre Rubalcaba y Rajoy debería estudiarse, no sólo en las facultades de Políticas y Sociología, sino, sobre todo, en las escuelas)

El problema fundamental es que yo creo que nadie ha calculado el enorme coste en capital social que estas prácticas tienen y cómo afectan a la existencia misma del contrato que nos proporciona cohesión como sociedad.

Ese contrato tiene como uno de sus fundamentos la confianza, de tal forma que el ciudadano atiende sus obligaciones, en cumplimiento de la ley o en aportación de tributos, en tanto en cuanto confía en que el estado y las instituciones que lo integran van a cumplir con las suyas. Pero, si se quiebra la confianza y percibe que no es así, la tendencia al incumplimiento aparece de manera instantánea.

A este respecto, sería importante tratar de evaluar qué coste real en ingresos tributarios se ha producido a partir de que los ciudadanos han advertido la existencia de prácticas políticas y económicas que perciben como una “apropiación indebida” de caudales públicos por parte de las élites políticas y financieras.

Que esa percepción existe lo acredita el último barómetro del CIS que, en un contexto en el que más del 85% de los ciudadanos creen que la situación económica es mala o muy mala y más del 80% estiman que la situación política es mala o muy mala, esos mismos ciudadanos colocan como segundo problema del país la corrupción (37,1%) y como cuarto los políticos y la política (28,2%).

Si alguien piensa que la combinación de esas percepciones y ese contexto no se trasladan a la realidad económica de las finanzas públicas es que no se quiere ver la realidad.

Una realidad que nos pone delante de un espejo al que los dirigentes políticos no se quieren asomar. Un espejo que devuelve la imagen de quienes exigen al ciudadano pérdidas salariales o incrementos de impuestos sobre el consumo sin darse cuenta de que, al mismo tiempo, los ciudadanos están viendo la imagen deformada del presunto servidor público que se incrementa el sobresueldo a la vez que aprieta las tuercas al débil.

No quieren darse cuenta de que incumpliendo su parte han quebrado la confianza de los ciudadanos, ni de lo que ello puede significar desde el punto de vista de la cohesión social. Pero, lo que es peor, es que parece que no necesitan recuperarla.

Juan Santiago