Los poetas somos gente oscura, con tendencia al ensimismamiento y la introspección. Somos, en realidad, tipos raros a los que, muchas veces – demasiadas, tal vez – nos da por la huida como el mejor medio para no aguantar a nadie que no sea nuestro ego.
Viene todo este preámbulo a que, desde hace varios meses, me llegan aquí, a las profundidades de la calle Betis, aguijonazos del editor de este sitio para que abandone la cueva y, como dice él, respire algo de aire puro. ¡Como si hubiera algo más puro que el aire que uno exhala!
Pero como me conoce – no en vano nos queremos bien – sabe dónde tocar a un poeta.
Sabe de sobra que, con esta actitud bipolar que normalmente tenemos, ante la obra de otro del oficio sólo nos caben dos actitudes: el desdén o el deslumbramiento.
Por eso, me manda el otro día el muy cabrón un enlace que, por cierto, me hizo pagar para poder ver el contenido.
Era un artículo del suplemento cultural de La Nueva España sobre un poeta que no conocía y que venía firmado por Antón García, otro poeta que, este sí, me era conocido y respetado.
La verdad es que en estos tiempos no tengo muchas ganas de descubrimientos y, de entrada, pensé en no hacer caso de la provocación pero más pudo la curiosidad y me di en buscar obra de Rodrigo Olay, ese poeta desconocido al que Antón describía como un tipo al que le gusta jugar a los versos desde la emoción y la autenticidad.
Encontré “Cerrar los ojos para verte”, más predispuesto al desdén que al deslumbramiento, pero no pude evitar el fogonazo.
Estaba ante una poesía juvenil – por tanto, irregular – pero desbocada de creatividad que me hacía añorar los años que ya no están. Una sensación que sólo unos pocos días atrás había sentido viendo en el cine “Boyhood”.
Aquellos versos, en los que había incluso una cierta chulería culterana y unos cuantos alardes técnicos, me hacían retrotraerme a espacios adolescentes tormentosos que ahora parecían dulces y deseables.
Ahora, mientras espero que me manden “La víspera”, he tomado un aperitivo digital que me deja goloso y listo para ver la evolución y la trocha que se encara.
Tenía razón mi amigo al removerme. Hay otras luces y gusta dejarte deslumbrar por ellas.
Epílogo de cuatro versos del «Autorretrato» de un poeta que se habla solo:
Y sabes mi secreto: estás perdido.
Nada tienes y no te queda nada
si salto sin la red de las palabras.
Estoy solo – estás solo – y malherido.