Ha tenido que cuestionarse la existencia de un programa de la televisión pública para que emergiera a la superficie un fenómeno que se viene reproduciendo en los últimos años.

Un fenómeno que supone, básicamente, la utilización por parte de los poderes públicos del buen corazón de muchas gentes. Buenas personas incapaces de permanecer inmóviles ante la existencia de problemas de asistencia social que son directamente abandonados por dichos poderes públicos y que, a su vez, son traspasados a la sociedad para que, en base a una supuesta “solidaridad”, se encargue ésta de sustituir servicios sociales por caridad.

Parece ser que la caída de la parrilla del susodicho programa ha sido debida, básicamente, a las críticas que ha suscitado por la instrumentalización de la miseria y de la falta de cobertura de las necesidades básicas que, cada vez más, se está produciendo en este país y, sobre todo, por el uso de imágenes, incluso de menores, promoviendo una especie de mendicidad de nuevo cuño.

Bueno es que así haya sido y bien está que se haya producido un movimiento social de repulsa, pero hay que tener en cuenta que esto no es más que la punta del iceberg porque este tipo de comportamientos están ya excesivamente arraigados entre nosotros, sobre todo en colectividades pequeñas, en pueblos de pocos habitantes en los que es mucho más difícil sustraerse a este tipo de conductas y donde las relaciones de poder son mucho más próximas.

Todos tenemos en la retina imágenes de gobernantes o gobernantillos organizando cuestaciones o haciéndose fotos junto a menores discapacitados que son luego publicadas en medios de comunicación que, por otra parte, tampoco se preguntan demasiadas cosas. Actitudes que son, además, jaleadas por colectivos políticamente afines y que no son combatidas desde posiciones distintas por el miedo a ser tachado de insolidario y, por tanto, por el miedo a perder votos.

en ese bosque de iniciativas solidarias se está ocultando el desmantelamiento progresivo de un sistema de servicios sociales, justo, universal y reglado y su sustitución por un sistema de caridad

La cuestión es que en ese bosque de iniciativas solidarias que hoy cubre toda la geografía y en las que se implican un montón de buenas gentes que no son insensibles a la injusticia y a las condiciones de miseria e indignidad en las que han sumido a una parte muy significativa de nuestra sociedad, se está ocultando el desmantelamiento progresivo de un sistema de servicios sociales, justo, universal y reglado y su sustitución por un sistema de caridad organizado desde el poder y sustentado por los propios ciudadanos.

Por supuesto que nadie puede volver la cara ante el sufrimiento y el desamparo, sobre todo de los niños, pero no podemos olvidar que no elegimos a los gobernantes para que organicen cuestaciones o para que pidan por la calle una limosna para los pobres. Los elegimos para que sean capaces de organizar y sostener los mecanismos necesarios para mantener o devolver la dignidad a los ciudadanos. Los elegimos para que, frente a la caridad discrecional, organicen y defiendan un sistema de protección de derechos universal y reglado. No los elegimos para que sienten un pobre a su mesa sino para que pongan en marcha sistemas de eliminación de la pobreza.

La solidaridad bien entendida empieza por la exigencia. La exigencia de un sistema público, dotado de recursos, que se dirija de una manera no discrecional a resolver situaciones que conculcan el derecho de los ciudadanos a la dignidad, a la vivienda, a la educación y a la salud.

Un sistema que garantice la igualdad entre todos y no que se dirija a la perpetuación de castas que, en un momento determinado, se puedan permitir ser caritativas.

Un sistema que redistribuya la riqueza para evitar esas situaciones que, luego, obligan a intervenir a los ciudadanos para llenar los vacíos que el poder público deja de manera consciente para hacerse luego la foto repugnante o producir el programa vergonzoso.

Todo ese bienintencionado conjunto de maratones, galas, marchas, representaciones, conciertos, etc. que todos los días se organizan en cualquier lugar de España y se adjetivan como solidarios, son un claro ejemplo de que hay una ciudadanía sensible capaz de movilizarse por lo que considera una buena causa.

Pero también son un claro ejemplo de que nuestros gobernantes han decidido hacer dejación de sus responsabilidades y abandonar a una buena parte de la población a la suerte que le pueda corresponder en esa lotería en que quieren convertir al movimiento ciudadano.

Juan Santiago